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La naturaleza está siempre presente en los escritos de August Strindberg, a menudo como metáfora para hablar del estado de ánimo, otras como el único escenario en el que encuentra la paz anhelada, como huida de la humanidad, por la que se siente amenazado y atraído a partes iguales. A sus reflexiones, eminentemente filosóficas, y a su perspicaz observación de los individuos, se suma una fascinación por lo real, incluso en sus manifestaciones más prosaicas y cotidianas. El estudio de la botánica, el canto del ruiseñor o una particular técnica de pesca son formas de abordar la trama del universo, la eternidad incognoscible o el propio yo. Las estampas naturales de Strindberg revelan la mirada del iniciado, a la vez penetrante y desapegada, y su sensibilidad artística las dota de rasgos y matices que sólo se encuentran en la obra de los grandes escritores. La minuciosa observación de un arriate sirve de trampolín para lanzarse a una serie de consideraciones sobre la selección natural, la percepción del arte o la teoría hortícola. Éste es el secreto de la escritura strindbergeriana: la capacidad para mantener un nivel estilístico siempre igual siempre innegable haciendo convivir la crítica salvaje las «novedades» lo asombran y le irritan, cuestiona incluso algunas aseveraciones de Darwin o de Linneo con un abanico de observaciones personales que sugieren alternativas deslumbrantes, detalles significativos, que a su modo de ver no se están teniendo en cuenta. Como señala Natalia Zarco en el epílogo, en Mi jardín y otras historias naturales el lector encontrará una puerta de entrada al muy particular punto de vista desde el que el escritor sueco aborda el universo natural, en el que siempre trata de profundizar hasta alcanzar una observación de su estado más puro.