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«Y un día la fábrica cierra. No es una sorpresa, pero sí la constatación de que algo se derrumba. Es febrero de 1992. Luego escucho música mientras mi padre habla con alguien en el descansillo, frente a la puerta de casa. Ignoro todo, pero me fascina el momento. Han luchado para que esto no ocurra, se han unido, pero la derrota es más fuerte. Y parece que en ella no hay aprendizaje posible. Al menos no en este caso». «Nuestra casa no es exactamente una casa y, por supuesto, mucho menos nuestra». La madre de Alberto Santamaría limpiaba los camarotes del ferry que hace Santander-Plymouth; su padre, trabajaba una fábrica de químicos; y su barrio, que pertenecía a la empresa, se llamaba Barrio Venecia porque se construyó sobre unos cenagales que terminaban por desbordarse cada vez que el Cantábrico se agitaba. «Nada hay tan cómico como la infelicidad» dice el autor. Este libro es lo contrario de una historia idealizada sobre la resistencia heroica de la clase obrera. Aquí tenemos unos padres socialistas que tratan de no desencantarse, un hijo que llega al comunismo por estética y un autor, ya adulto, que combina en su relato el profundo respeto por la miseria que vivieron sus padres, con la certidumbre de que siempre quiso huir de allí. Barrio Venecia. Casi una historia obrera se puede leer como una novela de iniciación, también como la crónica del fin de la industria en España y la del abandono a sus trabajadores; pero, sobre todo, es la historia de la amistad silente que crece entre un padre y un hijo mientras rebuscan en desguaces piezas que poder revender.