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Advierte, con la mayor de las solemnidades, la Reina del Soul —a propósito de la monumental biografía escrita por David Ritz—: «No malgaste su dinero en la lectura de esta biografía desautorizada». Sin ponderar en exceso el exabrupto que siguió a aquella admonición, Aretha Franklin se permitió tildarla, a continuación, de [sic] «basurilla inmunda». Bien es cierto que arrastraban ambos un turbulento historial de felices colaboraciones y no menos tormentosas desventuras: Franklin y Ritz trabajaron juntos en la censurada confección de las edulcoradas memorias de la cantante, Aretha: From These Roots, publicadas en 1999. Lo que no admite discusión es que Aretha Franklin irrumpió en este impío mundo en el seno de la familia de un apuesto predicador baptista, felizmente entregado a las promiscuidades que la libérrima observancia del preceptuado amor al prójimo le imponía y se prestaba a atender religiosamente; toda una superestrella por derecho propio —conviene acotar aquí que no estaba al alcance de cualquier predicador que sus sermones se grabaran y distribuyeran por doquier como grandes éxitos de la canción popular—. Sobreexpuesta al influjo de los grandes músicos y artistas que frecuentaban el hogar de su afamado progenitor, germinaría la voz de la que estaba llamada a convertirse en acaso la más prodigiosa cantante que haya dado la canción popular afroamericana. Tras dar a luz a dos hijos en su azarosa adolescencia, los dejó a cargo de los suyos para trasladarse a Nueva York y templar allí su instrumento —sin demasiada suerte en sus primeros tientos—. Habría aún que aguardar a que un inspirado productor la convenciera para que desempolvara sus raíces gospelianas, momento en el que la fama y la fortuna empezaron, finalmente, a sonreírle con la expropiación de «Respect». Inasequible al desaliento, encontró siempre el modo de sobreponerse a las no pocas adversidades con las que tuvo que lidiar a lo largo de su carrera para resurgir de las cenizas e imponer su incuestionable magisterio. David Ritz, escriba de sus memorias, nos ofrece el muy necesario contrapunto a aquella autohagiografía, echando mano, para esta ocasión, de las fuentes que componían el círculo familiar de la artista, y contrastando cuanto compiló, al oficiar como negro, con los testimonios de quienes convivieron y trabajaron con Aretha. He aquí la biografía definitiva de una de las más excelsas y atormentadas voces de la música sacra y popular de la cultura estadounidense.